Después de pasar siete meses invicta --apenas mocos y unas ocasionales líneas de fiebre--, me contagié de mi primer resfrío. ¡Qué feo! No podía dormir porque se me tapaba la nariz y la flema bloqueaba mi garganta... Horrible.
¡Qué lindo es estar sanita! Sobre todo porque el gordo barbudo me sometió repetidamente a la tortura de la nebulización. El juraba y perjuraba que no me quería causar daño. Aseguraba que lo hacía por mi bien. Pero yo la pasaba tan mal... Lloraba como una condenada y el muy desgraciado no se inmutaba ante mis lágrimas.
Igual, una noche me tomé la venganza. ¡Ojo! Tuvo un costo físico. Pero él y mi mamita se pegaron un susto de aquéllos. ¿Qué pasó? Después de ser nebulizada y de que me pusieran el aspirador sacamocos, comencé un interminable recital de vómitos. Una vez. Dos veces. Tres veces. Un asco. Me puse blanca y después lloré media hora sin parar. Quedé agotada. Tanto que me dormí apoyada en el hombro del gordo barbudo. ¡Qué cagazo se pegaron! Ahora lo piensan dos veces antes de nebulizarme en forma indiscriminada...
No se metan conmigo...
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